Un texto de Ignacio García, director del Festival Internacional de Teatro Clásico de Almagro.
Cuando hace un tiempo, soñadores, imaginábamos la función de las artes y de los artistas en nuestras sociedades, el mundo, al menos el mundo occidental en el que nosotros vivíamos, era otro. El coronavirus Covid-19 no existía y no había llegado a nuestras vidas, a nuestras puertas, al primer mundo intocable. La idea de cientos de miles, millones de infectados, docenas o centenares de miles de muertes, la impotencia del sistema para salvar vidas y consolar a las víctimas, y una transformación de nuestra vida, confinados por semanas, asustados, confundidos por una incertidumbre sin precedentes desde las Guerras Mundiales, era absolutamente impensable. Desde hace varias generaciones, el mundo no había sufrido un shock de tales dimensiones que hubiera cerrado fronteras y aniquilado, temporalmente al menos, el mundo global en el que habíamos vivido con una aparente libertad.
Las artes también han sufrido, en medio de esta tragedia de dimensiones homéricas, un golpe impensable que aún no somos capaces de digerir. Estamos en un enigma total y absoluto sobre el futuro que no podemos todavía descifrar. Si la Revolución Francesa supuso un cambio de régimen que afectó a las artes y abrió un camino hacia el disfrute público de las obras de arte exclusivas hasta entonces de la monarquía y la aristocracia; si la Revolución Industrial y sus innovaciones técnicas y tecnológicas derivaron en un cambio absoluto en la creación y difusión de las obras de arte de toda naturaleza e incluso a la aparición de un nuevo arte, el cinematográfico; si la Segunda Guerra Mundial supuso un colapso artístico, ético y moral producido por la aberración de ver adónde había conducido a la humanidad una época esplendorosa de avances científicos debido a su uso destructivo; si cada época y cada siglo tiene un golpe traumático que cambia el mundo y el arte para siempre, es posible que nosotros estemos viviendo en estos días aciagos nuestro punto de no retorno. La crisis humana y artística del Siglo XXI.
Hace apenas dos meses, incluso hace uno, nadie habría dado crédito a lo que vivimos en este momento en lo sanitario, en lo sociológico y también en lo artístico. Las cifras de enfermos y muertos son propias de una película de ciencia ficción, y también las medidas de confinamiento, la limitación de todas las libertades civiles, individuales y colectivas, en pro de la seguridad y de la salvación de vidas con esas medidas extremas. Pero también parece un escenario apocalíptico, post nuclear, de hecatombe total, imaginar por primera vez en más de un siglo todos los grandes templos del arte, de la música, del teatro, de la ópera… cerrados, habitados sólo por sus propios fantasmas.
Nadie frente a La Gioconda, nadie frente a Las meninas, ni frente a El matrimonio Arnolfini, ni observando La victoria de Samotracia. Abandonados por igual los frisos del Partenón del British Museum y la propia Acrópolis, las pirámides de Egipto y las de Teotihuacán, el Taj Mahal y Machu Picchu… Todas las ruinas más ruinosas que nunca, abandonadas al deterioro del tiempo.
Ninguna orquesta tocando la novena de Beethoven en el año del centenario del compositor, ninguna Pasión de Bach tocada en Viernes Santo, ninguna música tocada en vivo para los espectadores, desde Palestrina a Stockhausen, muertos como nunca. También Calderón de la Barca y Shakespeare, Ibsen y Brecht, alejados de los teatros vacíos y silenciados en los escenarios como no consiguieron ni la inquisición ni los nazis. El lago de los cisnes seco como nunca, y La consagración de la Primavera abandonada y sola en primavera.
Aida, Tosca, Marina, Jenufa y todas las heroínas y héroes de la ópera y de la zarzuela haciendo suyas las palabras de Violeta en La Traviata:Povera donna, sola, abbandonata, in questo popoloso deserto che appellano Parigi… Si Violeta se asomara a las calles parisinas vería ese desierto infinito del alma.
Nadie escuchando tocar o cantar en vivo, nadie viendo bailar en directo, nadie pensando y riendo en un teatro… Todo un patrimonio vivo y latente, que creíamos eterno y vigente, convertido en pocas semanas en sólo una momia.
Todos muertos… Las artes escénicas, las artes
vivas, las artes todas, no tienen sentido y no existen sin un espectador que a
través de ellas comprenda la belleza, la bondad y la verdad que encierran, como
una maravillosa creación humana que descifra los mecanismos profundos del ser
humano y el universo.
Si una obra de arte es una adivinanza poética, un juego de ilusiones,
mentiras y verdades, un desafío
ontológico, de nada sirve si no hay quien pueda jugarlo.
La historia de las artes, toda, de todas ellas, de todos los tiempos y lugares, todo, eso sí, es hoy en día accesible desde el ordenador, en la soledad de nuestros hogares, como un hecho no social, como una contemplación privada del hecho artístico, un deleite de los sentidos, sin duda, y un alimento esencial para el espíritu. Tenemos acceso virtual a todo el arte, museos, conciertos, teatros, del presente y del pasado… En realidad no, en realidad ya todo ello es puro pasado, es el mundo que fue y no volverá a ser, nunca más, nunca igual.
De igual forma que el animal disecado que vemos en un Museo de Ciencias Naturales no es el animal sino una pobre representación, la exhibición fastuosa de un cadáver repugnante aromatizado, lo que vemos en nuestra computadora son cadáveres excelsos de obras de arte, a veces sublimes, pero en ningún caso las obras en sí mismas. Son el reflejo contemporáneo de la caverna platónica.
El oso del museo nos parece hermoso, perfecto, pero no sentimos su instinto, su olor, su fuerza, el peligro de su presencia, la imprevisibilidad de sus actos.
La obra de arte viva, enlatada, es un fake, un fraude engañoso que nos puede llegar a convencer, que nos subyuga a veces (¿quién no ha sentido esa emoción en una grabación musical excelsa? – Yo escucho con placer ahora el sublime “Erbarme Dich” de La Pasión según san Mateo), hasta que nos damos de bruces con la realidad de la interpretación en directo que convierte todo lo demás en sombras, en ficciones devaluadas, en arte visto en la distancia desde lo más profundo y oscuro de la caverna de Platón.
Vemos en nuestra pantalla todas las obras de arte vivientes como si fueran de otro tiempo, porque en realidad lo son cuando nos llegan por ese medio, sean representadas en ese momento o décadas atrás. Son obras del pasado cuando no están sucediendo en vivo frente a nuestros ojos y a nuestros oídos. Son recuerdos bonitos, como las fotografías que nos transportan a lugares que visitamos y que nos hacen creer por un instante que estamos allí… sin estar.
Nos queda el consuelo y la compañía de la literatura y el cine, que no precisan de esa presencia viva del espectador para existir ni de la transmisión efímera. Ahí está la historia del cine para poder ser disfrutada, y ahí está sobre todo la literatura, inmensa y eterna como nos fue dada, a la espera de que la leamos.
El libro sí es pasado y presente, y en el acto de leerlo vuelve a nuestros días, como vuelve la música en el intérprete, la danza en el bailarín y el teatro al actor que lo encarna, en el caso de la literatura sin intermediarios ni oficiantes.
Y ahí están los valores de los clásicos, perennes e inmutables pese a la tragedia. Ahí pervive la justicia por la que Quijote sale a los caminos a luchar por ella sin encontrarla y ahí está el Ulises de Joyce tratando de regresar a casa, borracho de libertad. Están ahí, sin que el tiempo les haga mella, vivos cada vez que abrimos sus páginas y nuestra mente. Vivos y orientándonos.
«Necesitamos a los clásicos, porque representan de manera lúcida y elocuente esa verdad y esa tradición que nos orienta en el caos.»
Nacho García
“En todo el mundo no hay obra de ficción más profunda y fuerte que ésa. Hasta ahora representa la suprema y máxima expresión del pensamiento humano, la más amarga ironía que pueda formular el hombre y, si se acabase el mundo y alguien preguntase a los hombres: Veamos, ¿Qué habéis sacado en limpio de vuestra vida, y qué conclusión definitiva habéis deducido de ella? Podrían los hombres mostrar en silencio el Quijote y decir luego: Ésta es mi conclusión sobre la vida.” Eso dice Dostoievski en su Diario de un escritor y en tiempos en que el mundo ha estado amenazado, brilla aún su verdad.
“Sábete, Sancho, que no es un hombre más que otro si no hace más que otro” escribe Cervantes en presente continuo que sigue resonando igual hoy, y que nos remite a los que en estos días aciagos demuestran con su esfuerzo, salvando vidas, que son más y mejores. «Uno a uno, todos somos mortales; juntos, somos eternos.» nos dice Quevedo, con otra verdad indiscutible hoy.
Abrir el libro es hablar con ellos en el presente, en el suyo y en el nuestro. Este valor eterno y sin caducidad de los clásicos, esa capacidad movilizadora de los clásicos, de la verdadera tradición cultural, la explica a la perfección Igor Stravinski en su Poética musical: “Una tradición verdadera no es el testimonio de un pasado muerto; es una fuerza viva que anima e informa al presente.” Por eso necesitamos a los clásicos, porque representan de manera lúcida y elocuente esa verdad y esa tradición que nos orienta en el caos.
La tradición en las artes escénicas pasa por artistas comprometidos que sean capaces de liderar una vuelta a los teatros llena de sentido y capaz de mover a un público asustado por los contagios después del confinamiento obligado.
«Uno a uno, todos somos mortales; juntos, somos eternos.» nos dice Quevedo
Hasta hace pocas semanas, en tiempos de la tiranía de las redes sociales y de Twitter, parecía que la vanidad era el valor supremo, y la notoriedad pública (medida en likes) su única posible valoración. Otros de los valores de nuestros clásicos, como la justicia de Quijote, la libertad de Segismundo o la dignidad de Laurencia en Fuenteovejuna estaban, en opinión de muchos, trasnochados.
La banalidad, el consumismo y la ostentación todo lo podían, dejando a un lado valores aparentemente superados, como por ejemplo la compasión. Ésta es una cualidad que atraviesa nuestro teatro desde Edipo a Bernarda Alba, pasando por Lear, Ofelia y por nuestros clásicos del Siglo de Oro. En estos duros tiempos en que hemos visto tantos y tantos inocentes morir solos, desasistidos, desamparados y sin una verdadera compasión que los consolara, descubrimos con fuerza inusitada la importancia de estos valores eternos de nuestros clásicos. La compasión nunca será un valor pasado de moda, y en esta y cualquier época un individuo y una sociedad compasiva son y serán mejores que una que ignore el dolor ajeno y no sea capaz de acompañarlo.
Regresando de los clásicos literarios a los textos teatrales, a las partituras y a las coreografías, en estas artes representativas los clásicos duermen en un letargo y no existen hasta que un intérprete contemporáneo los asume. En el caso del teatro, de hecho, y con la exigencia de recreación que supone una puesta en escena, deberíamos pensar en el cambio de nombre y hablar de teatro contemporáneo (siempre lo es) sobre textos clásicos, y evitar así la nomenclatura de teatro clásico, como si estuviéramos aludiendo a una reproducción arqueológica de lo que fue un día, ya que no es lo que hacemos.
Todas estas representaciones artísticas, por tanto, de música, teatro, danza, ópera, al contrario de la literatura, requieren del ritual y de la presencia, de los oficiantes y de los asistentes. Y la música verdadera, la danza verdadera y el teatro verdadero solamente serán posibles cuando pasada la emergencia sanitaria podamos volver a encontrarnos y replantearnos nuestra convivencia.
Es indudable que, con todo el dolor y las tragedias de estos meses, vivimos un tiempo nuevo, traumático e incierto, en el que nos ha estallado frente a los ojos una pertinaz convivencia entre los vivos y los muertos. Quién sabe si en esta nueva realidad que vivimos y que aún tenemos que descifrar, y en esta injusticia manifiesta generacional contra nuestros mayores encontremos una relectura de lo que significa el teatro y una nueva visión de nuestros clásicos.
En los teatros siempre existe esa convivencia entre lo presente y lo pasado, lo muerto y lo vivo como una alquimia extraña y mágica, un milagro eterno.
Quizás hoy en día valores del Siglo de Oro que algunos podían considerar demodés, como la prudencia, la justicia, la bondad o la compasión vuelvan a adquirir su verdadero valor en estos tiempos de tanto sufrimiento, tanto dolor y tanta muerte, muchas veces en absoluta soledad. Nos toca reflexionar sobre ello en los escenarios, con la música, la danza, la voz, el cuerpo y sobre todo con la palabra viva y comunitaria en el ágora ciudadana que es el escenario.
El día que volvamos a ensayar lo haremos transformados por esta realidad que vivimos y tendremos que encontrar nuevos caminos para contar lo mismo, lo eterno, y hacerlo a una sociedad que ya no será la misma después del virus.
El día que los telones se levanten, los bailarines se calcen sus zapatillas y las orquestas vuelvan a afinar para un concierto, estaremos más cerca de ser de nuevo una sociedad no sólo superviviente sino verdadera y plenamente viva.
Cuando nos subyugue la música de Bach en directo y sintamos que todo lo anterior era una realidad paralela desenfocada; cuando veamos a los bailarines volar y contar con su cuerpo lo que nunca vimos en ninguna pantalla; cuando un actor o una actriz frente a nosotros, vivo como nosotros, piense y sienta en un escenario comprendiendo la vida y la muerte, el dolor y la compasión, la luz y la sombra, y nos haga reír y llorar con él, ese día entenderemos por qué el teatro lleva siendo necesario veinticinco siglos. Y ustedes llorarán también.
Ese día este mal sueño habrá terminado.
Ignacio García
Director del Festival Internacional de Teatro Clásico de Almagro